jueves, 19 de junio de 2008

Gloria I

Cuando ella murió, rodeada de unos pocos de los suyos, en la habita- ción aún se sentía la euforia de las niñas pequeñas corriendo por la orilla de aquel mar azul que ya nunca había vuelto a tener el sonido de sus risas infantiles al atardecer.

Supo recorrer el mundo en busca de futuro, pero le fue imposible acercarse a la pequeña Laura. Los niños a veces creen en la fortaleza que proporcionan los años, hasta que las propias calamidades de sus vidas les desmienten esta falacia. Así lo sintió Laura, y por ello acusó a su amante y ausente madre durante toda la vida. Creyó no echarla de menos hasta bien cumplidos los cuarenta cuando, viéndose rodeada de sus dos pequeños y sintiéndose imprescindible para ellos, se percató de que les hubiera negado cualquier posibilidad de supervivencia sin sus escrupulosos cuidados.

Laura recordaba que toda la vida la habían adorado y protegido, pero no lograba encontrar un momento en el que su corazón sintiera la certeza de que siempre habría alguien vibrando a su mismo ritmo, velando su sueño, aguardando su llegada. Sin embargo, oliendo de nuevo la brisa de su infancia y rodeada de familiares lejanos, pensó que su madre no había sido la culpable. Ni ella, ni nadie.

En los tiempos en que la felicidad aún era una posibilidad cercana, Gloria tenía la costumbre de recoger a las tres niñas en el colegio y llevarlas a comer a la playa. Esto era una auténtica fiesta para ellas, pues de esta manera podían pasar toda la tarde jugando en la arena, sin más preocupaciones que disfrutar de la vida en la naturaleza. Aprendieron a conocer la playa antes que a leer. Sus secretos, sus posibilidades infinitas. Sus pieles, blancas de nacimiento, se tornaron tostadas y su olor, a sal marina.

La muerte ocurrió rápidamente, lo cual ahorró sufrimiento a todos. Nadie pudo imaginar cuánto dolor acumuló a lo largo de sus últimos veinte años, pero en los cuadros que colgaban de la pared se mostraban retadoras las figuras espigadas y cadavéricas de seres sin rostro que parecían sugerir, entre tinieblas, el desorden vital de Ella.

Dejó cinco hijos y dos huérfanos.

domingo, 15 de junio de 2008

Gloria II

Resulta doloroso imaginar un deseo insatisfecho durante tantos años, sobre todo cuando este hecho provoca un dolor constante que te empuja hacia el abismo de tu propia incapacidad mostrándote, hueco, un túnel de interrogantes sin respuesta. Resulta aún más frustrante si ya no se puede hacer nada pero se pudo haber hecho. La pequeña de las tres, la rebelde, la mimada, la protegida, la moldeada por una felicidad sin algodones, comenzó a sentir, cuando su madre murió, que pudo haberse acercado a ella para regalarle, aunque fuera, una felicidad relativa. No el amor que no sentía, pero sí el fin de la agonía que podía causarle la ausencia prolongada de sus hijas, de ella. No lo hizo porque no sintió la llamada, porque desconfiaba demasiado, por estar ocupada en otras cosas.

Pero ahora, en esa sala acogedora y tétrica del tanatorio, evitando la visión del cadáver, sentía íntimamente que estuvo en su mano darle a esa persona ya inerte un rato de felicidad y de paz. Y no lo hizo. Se lo había pedido hacía más de un año, en un mal momento. Siempre es un mal momento para enfrentarte a tu pasado y desentrañar las razones del olvido.

Volvía a aquella playa después de muchos años. La misma calle recorrida mil veces de pequeña, las mismas casas, las mismas olas, el mismo sol. Un reencuentro con su infancia que pasaba por la muerte. Quizá era la única manera de volver allí, a ese espacio mágico de sus recuerdos vetado en su memoria por un sentimiento inconsciente de rebelión contra el abandono indeseado.

Aprovechó su breve estancia para reconocer lugares. Se acordaba de aquel día en que el loco del pueblo gritaba corriendo detrás de ella y un grupo de chiquillas, y el miedo aterrador las subió volando hasta la calle donde vivían… Recordó con nitidez el olor de los pescadores al atardecer, cuando tiraban de sus redes desde la orilla y dejaban que los niños se acercaran a ver cómo saltaban los peces atrapados en ellas. El sol poniéndose, la brisa infantil y el cielo rojo aumentaban la pasión de sus ojos verdes, redondos y absorbentes que iluminaban la orilla en esas tardes eternas de inconsciente risa sobre la arena. Con miradas impacientes recibían de los pescadores, hombres duros de la mar, montones de pescados casi vivos que los niños llevaban a sus casas para la cena. Un ritual tantas veces repetido que ahora era capaz de recordar, con sólo cerrar los ojos, el olor a salitre de las manos morenas de los pescadores y el color a mar de las redes rayando la playa.

Sentada en un banco de piedra, frente a la casa de las conchas que aparecía en sus fotos primeras, pensó que estaba recogiendo, en su memoria, algo que era suyo. Se estaba apropiando de un espacio vetado muchos años e invadido por su madre: el espacio primitivo, el lugar de los recuerdos que había permanecido fuera del mundo real, casi sin posibilidades de ser de nuevo visitado sin lesión. Escondiéndose de una de sus hermanas, Laura cerró tímidamente los ojos dos segundos y se dijo que nunca había sido culpa suya y que ya todo estaba en paz. Necesitaba sentir que no había, en toda la faz de la tierra, un lugar maldito donde la esperaran los años que no vivió. Respiró hondo, sonrió hacia fuera y abrió los brazos para recibir a su sobrino Aarón, un ángel hermoso y rubio con toda la vida por delante.